Es raro, no me gusta hablar demasiado de mí, pero normalmente mis amigos me motivan a contarla. Entiendo que es “diferente”, sobre todo porque las historias de emprendedores jóvenes siempre son un buen recurso para la prensa y un buen storytelling. Pero toda mi vida he sentido que mi historia era la norma, y siempre me chocaba descubrir que no era así. Vivía poco más que en una burbuula.
La escuela de “emprendimiento”
Mi mamá es artista, quizá la persona más distraída que he conocido, pero a la vez la más creativa. Llegaba a casa después de clases y estaba haciendo un cuadro nuevo o moviendo todos los muebles de la casa, con tres inciensos prendidos.
Por otro lado, mi padre, cuando yo iba a nacer, se estaba preparando para estudiar ingeniería comercial. Había estudiado administración de empresas en el liceo y siempre le gustó entender cómo funcionaban las cosas. Es alguien perfeccionista y quizá un tanto cuadrado.
Yo soy, probablemente, una mezcla de ambas personalidades, sumado a que desde muy pequeño en mi casa se hablaba siempre de dos cosas: arte y empresas.
Para mí era normal tener que hacer presentaciones a mis padres para explicar por qué me tenían que comprar un curso de programación o por qué me tenían que pagar los viajes de estudios. Sí, así como lees: hacía presentaciones en casa para pedir permiso.
Para mí era entretenido; le agregaba dificultad a las cosas, aunque, claro, eso no era lo normal. Además, pasaba una cantidad abusiva de horas frente a una pantalla, programando cualquier cosa sin verle realmente una utilidad más allá del entretenimiento.
El inicio
Empecé a programar a los 11 años, en Java.
A los 13 dejé de jugar videojuegos porque me quedaba pensando más en cómo los hacían que en simplemente divertirme. Sumado a eso, había empezado a programar exploits (trampas) para juegos como Roblox y GTA5. Era un submundo sumamente raro: cada vez que te equivocabas en una línea de código te insultaban y te llamaban skiddie (niño programador), un término que se usa para quienes solo copian y pegan código sin entenderlo. Pero, en efecto, era un niño programando.
A los 14 entré al Instituto Superior de Comercio porque quería estudiar contabilidad. Me encantaba la programación, pero en ese momento ninguna institución ofrecía eso como especialidad.
El primer año, que coincidió con la pandemia, recuerdo que hackeamos junto a un amigo (Matías Neira) el sistema de napsis.cl, que con la pandemia se había implementado porque antes todo era por medio del libro de notas. Formamos un equipo interesante.
Matías era el “agente de campo”. Su trabajo era ir a las computadoras cuando los profesores se levantaban o durante los recreos. Él tenía más personalidad que yo para eso. Su tarea era conectar unos pendrives con un código que yo había programado.
En ese entonces estaba enamorado de los RATs (Remote Access Tools). Recuerdo que modifiqué uno llamado AsyncRAT, de un usuario en GitHub llamado NYAN-x-CAT. Aprendí muchas cosas: protocolos de red, reverse shell, persistencia de conexión, backdoors, etc.
Pero lo que más me llamó la atención fue la network propagation, que era, en resumen, una mezcla de programación con bastante ingeniería social.
Una vez logramos hackear el sistema y modificar nuestras notas. Le conté a la profesora para señalar la vulnerabilidad que había y me dijo que deberíamos hablarlo con el director.
Y yo como: “¿Qué dice? ¿Quiere que me suspendan?”. Mi amigo insistió en que fuéramos a hablar, así que accedí.
El director nos citó en su oficina, y yo, sin conocerlo, me imaginaba al típico caballero canoso. Pero no. Fue todo lo contrario: tenía tatuajes y era bastante joven. Nos invitó a dar una charla frente al SEREMI de Educación. Fue mi primera charla con “gente importante”.
Ahí es cuando le asigno sentido a la programación más allá del entretenimiento. Entendí que lo que hacía podía servir para mejorar una problemática real. Y ahí nace lo que yo llamo mi primera “empresa de software”, un poco inspirada en Kim Dotcom.
Su nombre era NMO (No More Opportunities), y lo que hacía era detectar cualquier dispositivo ajeno (pendrive, CD, etc.). Lanzaba una pantalla que pedía una clave, para evitar que otros alumnos hicieran lo mismo que nosotros. Como plus, también se activaba la misma pantalla durante los recreos.
En una conversación con el director me mencionó que me iría bien en la especialidad de programación. Le pregunté: “¿Esperen, tienen esa especialidad acá?”. Me dijo que sí, pero que solo entraban los que tenían las mejores notas. Yo no era el caso.
De una u otra forma quedé. Imagino que por mostrar iniciativa.
Nadie sabe nada
Yo tenía la suerte de llevar ya un rato programando. Para mí, la enseñanza media se me hizo muy fácil y, por ende, sacaba malas notas. Sé que es algo quizá contradictorio, pero si algo no llama mi atención—sobre todo en el sistema educacional—no me motiva para realizar las evaluaciones bien.
Como me aburría, decidí hacer un taller de programación para enseñarles a mis compañeros que entraron a la carrera porque “debe ser como hacer jueguitos” a entender más cómo funcionaba realmente la programación. Hice un taller que fácilmente llegó a 40 alumnos, de otras carreras y cursos. Fue una experiencia bonita, pero que le supuso un gasto a un profesor.
Ese profesor, cuando empezamos el curso con él, hizo una apuesta:
“Todos los que pasen con nota sobre 6.5 el primer semestre, los invito a comer una chorrillana”.

Es típico de estudiantes tener un hambre crónica. Era comida gratis.
Así que la meta fue hacer pasar a la mayor cantidad de compañeros con esa nota. Se logró: casi la mitad del curso lo hizo, y mi profesor dijo que jamás haría una apuesta porque se gastó el sueldo de todo un mes en esto.
Con el taller, por cierto, me fue muy bien: muchos alumnos, muchos proyectos y bastante representación en mi región como el único instituto que enseñaba realmente programación de verdad.
Al César, lo que es del César
Con Froglabs (nombre del taller de programación) quise convertirlo en una plataforma web, como Platzi.
Cuando conocí Platzi, me di cuenta de que ya existía algo así y lo hacían muy bien, así que decidí no hacerlo. Igual ahora lo entiendo: tener paciencia para dedicarte a la educación es algo con lo que yo no contaba. Aun así, siempre me ha gustado dar charlas y explicar cosas.
A Freddy, lo que es de Freddy.
Eztartap
La primera vez que escuché este término fue con un video de Euge Oller, donde entrevista al “Millonario de 29 años” (fundador de Holded). Creía que esto únicamente se refería a una empresa tecnológica. Fui aprendiendo lo que podía; pregunté a gente de mi entorno si conocía lo que era. No me enfoqué mucho en aprender de startups: solo sabía que existían y que eran algo “raro”.
Lo que yo muchas veces defino como la antítesis de una empresa tradicional.
Toca agarrar la pala
Ok, cumples 18 años y yo no me aguantaba las ganas de trabajar en algo relacionado a la programación. Por medio de un conocido me llegó la invitación a una empresa argentina que tenía un crowdfunding inmobiliario con blockchain. El sueldo era de 600 USD.
Para un estudiante, eso es ser millonario (no me envíen mensajes, no respondo a nadie). Y por ende acepté. La página era horrible; por alguna razón el CEO estaba encerrado en su visión de innovar, lo cual está bien—al final es algo que buscamos todos—pero él quería innovar en el UX, algo que no recomiendo a menos que seas un experto en UX. Esto no es solo creer que “así funciona mejor”: hay estudios psicológicos que respaldan por qué aprietas el botón que brilla más antes que el que es gris.
La “innovación” aquí era que la página no debía tener scroll. Si tu página no tiene demasiada información, seguro puedes hacerlo, pero esto era un crowdfunding inmobiliario con blockchain. Terminó en un desastre de página, llena de información y algo que espantaba a los usuarios en tiempo récord.
Después de estar un tiempo trabajando en esta empresa, en la cual tuve unos problemas porque no me pagaban el sueldo, quise hacer la mía propia y ahí nació KeroKero, mi software factory, a la que le fue bien y me da de comer hoy en día.
Haz más
Antes hice una startup llamada “Gran Menú”. Cuento corto: era una app de nutrición para universitarios, pero si creas algo para universitarios en Chile, olvídate de ganar dinero con eso. Así que, como es obvio, no funcionó.
Luego de eso, hablando con mi papá sobre Fraccional y autos, me dijo algo interesante: “¿Y si haces un fraccional, pero con autos?”. He de decir que yo de autos en ese entonces no tenía idea. Había estado aprendiendo a manejar y casi choco retrocediendo, así que lo primero que pensé fue: “no es rentable”. Las propiedades son muy diferentes a los autos. No obstante, luego de darle vueltas unas semanas, le fui viendo el sentido.
El primer nombre iba a ser “Wolf Cars”, pero no queríamos caer en el cliché de un nombre que nos dejara solo en el área “cars”. Así que después de varios nombres raros pensé en qué quería que tuviese el nombre. Quería que empezase con las iniciales de quien dio la idea—mi papá, Robnaldo—y luego las mías, porque yo la estaba llevando a cabo hasta ese entonces. Mi nombre es Damián.
En simple:
RObnaldo + DAmián = RODAr
Me encanta el nombre. De esta etapa de mi vida aún la estoy descubriendo y puedo decir que va bien, pero no puedo terminar este post aún porque siempre se está “escribiendo”. Pero me gustaría finalizarlo con algo que es súper obvio, pero que no todos hacen: hagan algo.

No soy fan de Nike, pero JUST DO IT.
La única forma en la que vas a conseguir algo es haciendo algo.